Apilaba mi pesado violonchelo a un lado de la sala, dejando la batuta en el suelo, con sumo cuidado. Podía ver reflejada mi falda plisada por un haz de luz que salpicaban los últimos rayos de sol que entraban por la ventana.
Realmente me gustaba estar allí, la sala siempre permanecía empapada de olor a madera acompasada por las vibraciones que venían de la sala continua. La puerta permanecía abierta y era indescriptible el sonido de las violas volar, atravesando el aula en la que estaba siendo vibrada, llegando a cada rincón intranseúnte y mortal. Calibraba mi peso al caminar al son de la música, me sentía viva. Tanto que no me percaté del burullo arrinconado que se había formado en la primera grada.
Una toz terca me evitó de las ensoñiaciones. Pude escrutar la mirada despectiva del burullo de jóvenes de mi edad, evitándoles, hice el ademán de seguir guardando mis cosas.
Cuando me iba adentrando en el pasillo, en un lateral que me obstruía parte de visión por la continuidad del abropto porte, vislumbré una batuta bailando al ser guardada en un estuche negro acolchado. Estaba a dos pasos de poder observar quién manejaba aquel intrumento, cuando llegué al mismo nivel tipográfico, me atreví a leer su cara. Emanaba tranquilidad y sutura, al darme cuenta de que se había percatado de mí, intenté caminar lo más erguida posible-de tal manera que no se notara mi inseguridad-Y, de súbito sentí un sudor gélido imperceptible a vista de los demás, mis ritmos acompasados acompañaban mi repiqueteo de mis zapatos de plataforma, que se difuminaba con el sonido de las violas allá a lo lejos, menos audible a cada paso que daba.
Cuando me aseguré de que no había rastro de individuos me paré de golpe dejándo caer mi cabeza contra la pared, quería alejarme de miradas curiosas.
Mis pensamientos salpicaban como las olas al romper. Sentía mis mareas removerse contra otras, apilando todas las partículas de agua que traía el ruido de ellas. Ese día mis mareas no habian podido dejar de rujir, por mucho empeño que pusiera en intentar pararlas.
Me vino a la cabeza un relato del libro Sherlock Holmes, que había leído años atrás, y pude compartir la mentalidad del autor. Él le preguntaba a uno de los personajes cuántos escalones tenía su casa. Número exacto. Su compañero se quedó estupefacto por aquella inesperada pregunta.
martes, 1 de septiembre de 2015
Mareas
Desde el pequeño rincón de mi mente, en donde mis sentimientos salen destilados en mareas turbias de corrientes sin sentido, van pasando, una tras otra; antiguas, contundentes, vibrantes...No queda ya rastro de humaredas porque parecen haber abandonado el retiro. Mi retiro. Quizá vaya más allá del porvenir del azar. Y pregunto; por qué estas corrientes que no me dejan respirar, que me obstruyen el pecho desde lo más hondo, por qué me veo arrastrada por la corriente, si hay ramas allá a lo lejos.
Nada parece tener sentido. Incluso yo misma, huyendo de algo perenne en mi, y es que es demasiado el torbellino de emociones que ululan.
Incontrolable.
Allá hay mareas que se desbordan y no dejan conciliar. Van a parar rompiendo contra las rocas, dejando tras de sí un transverso alarido apenas perceptible, apilando cada gota bajo el ruido de la marea, quedándo invariable en la memoria. Escupiéndolo todo.
Aquí también parece haberlas.
Nada parece tener sentido. Incluso yo misma, huyendo de algo perenne en mi, y es que es demasiado el torbellino de emociones que ululan.
Incontrolable.
Allá hay mareas que se desbordan y no dejan conciliar. Van a parar rompiendo contra las rocas, dejando tras de sí un transverso alarido apenas perceptible, apilando cada gota bajo el ruido de la marea, quedándo invariable en la memoria. Escupiéndolo todo.
Aquí también parece haberlas.
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